Comparto
esta mañana del domingo de Pentecostés, en el que mucha gente está librando una
íntima y dura batalla contra el miedo, un bonito texto, que le ha hecho llegar a Isabel mi amiga Paz, del jesuita Toni Catalá,
del centro Arrupe, de Valencia.
Este
texto, y esas palabras de Jesús, en el evangelio de Juan. Estas cosas os he hablado para que en mí
tengáis paz. En el mundo tendréis aflicción; pero no temáis, yo he vencido al
mundo. (Jn.16,33)
Ha
sido necesario estar cincuenta días desde el domingo de Pascua celebrando,
orando y reflexionando sobre todo lo acontecido en Jesús de Nazaret. Ahora ya
podemos “entender” que, en el Evangelio de San Juan, la Resurrección del Señor,
el encuentro con los discípulos y el don del Espíritu sean un mismo
acontecimiento. “Estiramos” el tiempo para posar lo vivido y entendernos, pero
lo que celebramos como único es que la muerte no tiene la última palabra, sino
que la última palabra sobre nuestra vida y nuestra historia la tiene la Vida
Compasiva manifestada en Jesús.
Muerte
es vivir con miedo a la vida y el miedo nos la mata y nos esclaviza. No somos
superhombres ni supermujeres, somos simplemente humanos, criaturas vulnerables,
y es verdad que sentimos miedo a la muerte física y a la muerte social.
Sentimos el miedo a no ser tenidos en cuenta, sentimos el miedo a la soledad,
sentimos el miedo a la enfermedad… pero cuando hemos experimentado que lo que
está en el fondo de nuestras penas y miedos es la inquebrantable fidelidad del
Amor que nos envuelve y abraza, el miedo no desaparece mágicamente, seríamos
personas enfermas, pero ya no le otorgamos todo el poder sobre nuestras vidas
porque resuena una vez más “la Paz contigo, la Paz con vosotros” ¡Gracias,
Jesús!
Muerte
es vivir con miedo a Dios. Qué pena y qué dolor más grande ver a gente buena
que sigue aterrorizada ante Dios, ante una posible condena y castigo por su
parte. Qué dolor ver a gentes que se siguen autoproclamando representantes de
Dios para juzgar y condenar a otras criaturas como ellos. San Pablo nos dice
genialmente que el Espíritu que recibimos nos impide recaer en el temor porque
nos hace hijos es hijas. El Espíritu Santo es espíritu de libertad y de
filiación. Se nos da el Espíritu para generar dinámicas y ámbitos de perdón,
nunca para condenar, en este mundo tan endiabladamente complejo. Y cuando no podemos
perdonar, somos humanos no somos dioses, podemos “retener” la situación hasta
que el Dios Fuente de todo Bien, que tiene la última palabra sobre todo y sobre
todos, nos ilumine ¡Gracias, Jesús! No se trata de perdón o condena, sino de
perdón y discernimiento.
Muerte
es vivir cerrados sobre nosotros mismos. El Espíritu nos abre a la comunidad, a
la eclesialidad. El seguimiento no lo hacemos en solitario. Si en Jesús se
revela la Paternidad y Maternidad de Dios, a este Dios se le acredita, se le
testifica, se hace verdad y se santifica su Nombre en la medida que nos abrimos
a la comunidad. Es un Espíritu que nos quiere libres y diversos, cada uno tiene
su don, su “chispa de gracia”, no anula la diversidad porque eso sería muerte,
no anula las particularidades culturales y personales porque eso sería
totalitarismo, sino que es un Espíritu que une lo diverso para que nos
reencontremos en nuestra radical dignidad de Hijas e Hijos, la unidad está en
nuestra misma humanidad ¡Gracias, Jesús!
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