Como
los caracoles cuando llueve, vamos, poco a poco, sacando las mollas y estirando
los cuernos. Igual que los caracoles, poco a poco. Y nos asomamos al exterior
de los escondrijos donde hemos pasado, mejor o peor, la temporada de sequía, el
confinamiento.
Pero
hay caracoles más atrevidos que, cuando otros no han sacado aún sus mollas,
ellos ya tienen las suyas, igual que sus cuernecillos, bien fuera de la concha;
y desde luego dejaron atrás el agujero donde estuvieron escondidos. Como el
caracol que mete la cabeza por la ventanilla del coche, para saludar, sin
mascarilla ni nada, a escasos centímetros del careto de otro caracol que, sentado
y sin poder huir despavorido, no se esperaba tal insensatez.
Y es
que estos otros caracoles, más prudentes, quizá en exceso, que a duras penas
van desenroscando sus cuerpecillos, babositos y blanditos, y se asoman
inseguros al exterior de sus refugios, van a pasarlo mal durante una buena
temporada.
Yo soy
de estos caracoles que lo están pasando mal y que lo pasarán mal aun yendo todo
bien. Y que pese a tener unas ganas infinitas de recorrer la huerta entera
hartándome de sabrosas hojas de col, de lechuga, de patata; de encontrarme con
otros queridos caracolillos sobre una hermosa mata de alcachofas, y rozarnos
gozosos los cuernecillos, incluso las mollas, y dejarla pelada entre todos; de
volver al agujero sólo cuando castiga más el sol, no me atrevo a hacerlo. Sí, soy
de los que pese a mis inmensas ganas, no tengo claro todavía eso de exponer mis
carnes y mis cuernos al sol y al aire de los nuevos tiempos.
Lo
difícil es encontrar el punto medio entre el caracol que se asoma por la
ventanilla del coche, y el que va solo, en su coche, con el “bozal” puesto.
Porque en ese punto medio, probablemente, está la clave para alcanzar el
bienestar sanitario, psicológico y económico de esta colonia de caracoles a la
que pertenezco. Y no acabar fritos en una cazuela, como las que nos prepara mi
amiga Virgi.
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