Ya
hace algunos años, el hijo pequeñito de unos amigos, dijo una cosa que me
sorprendió. Estábamos en los Pirineos y le hacía ilusión subir una montaña. Nos
dio la lata hasta que le llevamos a una pequeña pero espectacular cima.
Aunque
hacía un viento fuerte y desagradable
todo marchó bien, y a la bajada, el
chavalín le dijo a su padre, "papá es más difícil bajar que subir". Con sus pocos
años y en un momento, se había dado cuenta de algo que todo buen montañero sabe
y que es, además, perfectamente aplicable a muchas situaciones de la vida.
Sí, es
más difícil bajar que subir, y más peligroso, mucho más peligroso. Y en ello
estamos, bajando, de una cima a la que nadie hubiéramos querido subir; en la
desescalada.
No sé
si al elegir esta palabra para designar al proceso en el que estamos, eran
conscientes de lo acertado de la elección. Porque la desescalada, el descenso,
es lo más difícil y peligroso. Es cuando más accidentes hay. Y eso, todo
montañero lo sabe. ¿Será montañero quien la ha elegido y por eso la ha elegido; porque sabe de qué va la historia?
De
hecho a mí me gusta bajar sin prisas. Detesto las bajadas corriendo, a saltos,
como si me persiguiera el mismísimo Satanás. Bajar despacio, contemplando,
saboreando que has alcanzado la cima deseada, asegurando el feliz regreso al valle, a la
cerveza en la terracita, a la ducha reconfortante, a la cena reparadora.
Por
eso, y como montañero que soy, digo que no hay que tener prisa en esta
desescalada y que hay que hacerlo bien. Por ganas que tenga uno de llegar al
cervezón en el bareto; que bien sabe Dios que las tengo.
Al
hilo de esto que digo, comparto a continuación el texto que un amigo le ha pasado a Isabel, de un montañero
navarro, y que veo muy claro y acertado para estos
momentos que vivimos.
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