Escribo
enfadado, indignado y preocupado. Son los sentimientos que he identificado en
mí, después de salir tres días a andar por el monte. Porque yo ando; ni corro, ni
utilizo artilugios.
Y como
no puedo salir del término municipal, pues me tengo que tragar el espectáculo
vergonzoso de lo que pasa en las horas de hacer deporte por la
mañana, de seis a diez. Porque si pudiera coger el coche, os aseguro que sé de
mil sitios donde pasarme todo el día andando sin ver a nadie, lo que sería más
seguro para los demás y desde luego para mí. Pero aquí se da la paradoja de que atenerme a una norma que en teoría me protege, me perjudica.
Y no
me perjudica por la norma en sí, sino porque veo demasiada gente que no respeta norma alguna. Porque lo del término municipal no sé si lo respetarán o
no, pero lo de ir solo y mantener la distancia de seguridad entre personas, ya
os digo yo que no.
Sólo
como muestra. El primer día, el sábado, tres señores de mediana edad, con sus
mallitas multicolores, corrían sudorosos, bien juntitos, arreglando el mundo a
gritos, por un sendero. Les oí llegar, ¡claro! y me dio tiempo de apartarme
unos cuantos metros de su camino.
Ayer
lunes salí también. Aún no había amanecido cuando otro grupo, no sé de cuántos,
también a gritos, con rotundas risotadas y música a todo meter, subían por el
camino de Cheste, también en cerrada comandilla. Los vi de lejos, pero se les
oía muy bien. Y más tarde, en un sendero, me pareció oír a una bestia parda
escondida en el monte, pero no era sino un caballero que subía, con otro más silencioso, sudando por los
cuatro costados, resoplando, bufando y carraspeando. Menos mal que los sonidos
que lo envolvían me alertaron, y me pude alejar de sus miasmas que a buen seguro
expandía por doquier.
Hoy era
yo el que subía por el camino de Cheste hacia Porchinos, con las primeras
luces y, por sorpresa, una moza, corriendo, me ha alcanzado, no haciendo el más
mínimo esfuerzo por alejarse de mí, cuando tenía todo el espacio del mundo para
hacerlo. Luego, más tarde, ya de día, un grupo de ciclistas, tras pasarme uno
tras otro por un sendero, charlaban en una explanada, también bien juntitos, amigablemente, mientras recuperaban el aliento. Y otra "collita", ya cerca de las diez, acogía
gustosa a un solitario de un pueblo vecino, invitándole a pedalear juntos,
mientras uno de ellos tosía aparatosamente. Me he metido en un campo de
algarrobos para alejarme del grupito.
No lo
entiendo. ¿Es que no hemos sufrido, no estamos sufriendo bastante ya como para
prolongar el sufrimiento? ¿No se han roto ya bastantes proyectos, ilusiones,
vidas? Debe de ser que no. No lo entiendo.
Y como
no lo entiendo, y además tengo miedo, me enfado, me indigno y una sombra de
preocupación me acompaña día y noche. La irresponsabilidad de mucha gente que
pedalea o corre por los montes, en
estos momentos entra de lleno en el terreno de lo delictivo, porque no atenta solo contra el medio natural, rompiendo el terreno y los senderos con ruedas o atajos,
atenta contra la salud, el bienestar y la vida de muchas personas. Y eso es
muy, muy grave.
¿Por qué será que no me sorprende?
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