Es
bonito contemplar desde la altura un paisaje solitario. Llanos desnudos,
campiñas verdes, montañas, el mar… Pero también me gusta contemplar el mundo
que el hombre ha creado para protegerse de la naturaleza, los pueblos y las
ciudades.
En
este caso, la reflexión es diferente; deriva hacia lugares del pensamiento bien
distintos de aquellos a los que nos lleva la contemplación de la naturaleza.
Y a mí me acude a la mente, con mucha frecuencia, un himno de la liturgia de las horas que comparto a continuación.
Comienzan los relojes
a maquinar sus prisas;
y miramos el mundo.
Comienza un nuevo día.
Comienzan las preguntas,
la intensidad, la vida;
se cruzan los horarios.
Qué red, qué algarabía.
Más tú, Señor, ahora
eres calma infinita.
Todo el tiempo está en ti
como una gavilla.
Rezamos, te alabamos,
porque existes, avisas;
porque anoche en el aire
tus astros se movían.
Y ahora toda la luz
se posó en nuestra orilla.
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