Sucedió
un día de estos que, casi a la vez, leí un tuit del papa Francisco y escuché un
poema del poeta inglés John Donne que venían a decir lo mismo. Pronto me vino
también a la mente una famosa frase de Terencio.
Hablaban
los tres de una gran verdad, por cierto profundamente cristiana; una gran
verdad que la desgraciada pandemia nos está recordando brutalmente cada día.
Nos
dice el dramaturgo romano Terencio, desde el siglo II antes de Cristo.
Hombre
soy: y nada de lo humano me es ajeno.
Y John
Donne, desde el siglo XVII:
Ningún
hombre es una isla entera por sí mismo. Cada hombre es una pieza del
continente, una parte del todo. Si el mar se lleva una porción de tierra, toda
Europa queda disminuida, tanto da si es un promontorio, o la casa de uno de tus
amigos o la tuya propia. La muerte de cualquier hombre me debilita, porque me
encuentro unido a la humanidad; por eso, nunca preguntes por quién doblan las
campanas: doblan por ti.
Y el
papa Francisco, hace unos días:
Necesitamos
desarrollar la conciencia de que hoy o nos salvamos todos, o no se salva nadie:
la pobreza, la degradación, los sufrimientos de una zona de la tierra son caldo
de cultivo de problemas que finalmente afectarán a todo el planeta.
Y es
esta la razón de por qué, más allá de cuestiones biológicas, no hay manera de quitarnos
la pandemia de encima. Porque me atrevo a decir que, si todos tuviéramos esto
claro y hubiéramos actuado en consecuencia, ya estaría controlada.
La
insolidaridad de un mundo cosméticamente solidario, sólo cosméticamente, y las
hondas desigualdades sociales, tanto en nuestra sociedad como entre las
distintas naciones, hacen imposible controlar al bicho.
La
pandemia se ha extendido y se ha hecho fuerte porque ha aprovechado nuestro punto débil,
nuestro talón de Aquiles, que no es más que nuestra falta de principios morales
y de educación con mayúsculas.
En una
sociedad moral, no amoral o inmoral, donde todos vivieran en condiciones
dignas, y donde además la educación hubiera dado a todos los ciudadanos unos
principios morales sólidos, los mismos
que habrían permitido establecer la justicia en esa sociedad, la pandemia
habría sido un breve episodio sin grandes consecuencias.
El
verdadero caldo de cultivo en el que se multiplica y propaga el virus, es una
repulsiva pócima compuesta por la injusticia social, la insolidaridad, el
egoísmo, la irresponsabilidad… El caldo de cultivo en el que estamos
acostumbrados a vivir y que ahora se nos ha hecho inhabitable. Pero no tenemos
otro.
En el
pecado está la penitencia.
Si hubiéramos entendido a tiempo que nada humano me es ajeno; que cuando doblan las campanas también doblan por mí; y que aquí, o nos salvamos todos o no se salva nadie, otro gallo cantaría. Y también me atrevo a decir que, aunque lo están pagando justos por pecadores, es tristemente cierto que tenemos lo que merecemos.
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