Hoy,
día de san Francisco de Asís, voy a compartir una pequeña historia que me
contaba mi padre; no sé de dónde la sacó. Me acuerdo de ella perfectamente, y eso
que era muy pequeño cuando nos la contaba.
Decía
que san Francisco, cuando regresaba a la casa donde vivía con su comunidad,
pasaba por una fuente de aguas frescas y abundantes, bajo una agradable sombra.
A menudo tenía mucha sed, y entonces se acercaba a la fuente, acariciaba el
agua, y no bebía. Hacía ese sacrificio por amor a Dios, recalcaba mi padre.
Entonces elevaba los ojos al cielo y veía una estrella que pronto desaparecía.
Un día
de verano, haciendo ese camino no iba solo. Le acompañaba un joven que se había
unido a ellos. Como él, estaba cansado y sediento. Al ver la fuente fue presuroso
hacia ella, pero viendo que Francisco se rezagaba, se apartó a un lado y esperó
a que él bebiera primero.
El
santo iba a hacer lo de siempre, acariciar al agua, no más. Pero supo enseguida
que si él no bebía, su joven compañero tampoco lo haría. Y entonces bebió.
Y al
levantar los ojos al cielo, esperando no ver la estrella, vio dos, y más
brillantes que nunca.
Este
sencillo cuentecito, regalo de mi padre, que quedó en mí desde que era niño, ha
estado presente en muchos momentos de mi vida, porque es una lección
profundamente evangélica. Pone las cosas en su sitio, podíamos decir.
A
nuestra relación con Dios se ha de anteponer nuestra relación con los hombres.
Ya lo dice bien claro el Evangelio; y no una vez. Cualquier cosa que hicisteis a
cualquiera de estos, aún a los más pequeños, me lo hicisteis a mí.*
¡Cuánto
dolor nos hubiéramos ahorrado a lo largo de la historia, si eso que ya nos dijo
Jesús hace 2000 años, lo hubiéramos entendido! Y qué diferente sería nuestro
mundo, si de verdad, como san Francisco, reconociéramos la presencia de Dios en
la naturaleza, y en los hombres.
*Mt.25,40.
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