Hoy
hubiera cumplido cien años Miguel Delibes. Valga esta entrada como humilde
homenaje a este grandísimo escritor con cuyas obras he vivido momentos
inolvidables como lector y como profesor de lengua.
Mucho
en común tiene mi pensamiento y mi forma de entender la vida con él. Empezando
por su fe, siempre se declaró cristiano y católico, fe que se puede ver, de un
modo sutil pero cierto, a lo largo de muchas de sus obras.
También
comparto su profunda preocupación por la naturaleza y el mundo rural, y su compromiso
activo por defenderlos, lo que han hecho de él un modelo para mí de cómo, si de
verdad los amamos, podemos desde nuestro lugar en el mundo, por humilde que
sea, hacer algo por ellos; empezando por respetarlos. Y comparto plenamente con
él su análisis de lo que está sucediendo.
Su
capacidad para entender el mundo de los niños también me ha resultado
asombrosa. Es capaz de pensar como ellos piensan, hablar como ellos hablan,
sentir como ellos sienten, y trasmitirlo con un dominio de la lengua realmente
admirable.
Así
mismo me ha cautivado su sensibilidad ante el dolor humano, su manera delicada
y respetuosa de acercarse a él, su forma contenida pero hondísima de expresarlo
y compartirlo en sus obras.
Y su
amor apasionado e incondicional por esa lengua, el castellano o español, que ha
trabajado con mano de artista, y ha cuidado y defendido como un padre a su
hijo. ¡Qué castellano más bonito, qué claro, qué limpio, qué rico! ¡Cuántas
palabras he aprendido con él que utilizo ahora! Han sido como regalos que me ha
hecho a lo largo del tiempo.
De su
extensa obra, la cual he leído íntegramente, quiero hoy recordar tres libros
especialmente significativos para mí. Un mundo que agoniza, pequeño librito que
incluye su discurso de entrada en la RAE, y que es un clarividente análisis del
deterioro de la naturaleza y del mundo rural en aras de un progreso mal
entendido.
Recuerdo
también Señora de rojo sobre fondo gris. Es el libro más conmovedor que he
leído. Dedicado a su esposa, que falleció muchos años antes que él, me abrumó y
emocionó hasta las lágrimas, por la delicadeza, la ternura, el amor en estado
puro…, y la infinita tristeza que hay en sus páginas.
Y para acabar no puedo menos que hablar del libro que he leído más veces en mi vida, y que no me canso de leer, El camino. Algunas de mis mejores y más memorables clases han sido leyendo este libro. El silencio y la atención, manifestadas de un modo entrañable en las caritas de mis alumnos, no se me olvidarán jamás. Y el día en que acabábamos el libro, confieso sin vergüenza, que se me hacía un nudo en la garganta; nudo que sabía compartido con muchos de ellos, cuando leía, solemne y pausadamente los últimos párrafos. Y estallaban después en un aplauso impresionante.
—¡Mochuelo!
Se
arrojó de la cama, exaltado, y se asomó a la carretera. Allí abajo, sobre el
asfalto, con una cantarilla vacía en la mano, estaba la Uca-uca. Le brillaban
los ojos de una manera extraña.
—Mochuelo,
¿sabes? Voy a La Cullera a por la leche. No te podré decir adiós en la
estación.
Daniel,
el Mochuelo, al escuchar la voz grave y dulce de la niña, notó que algo muy
íntimo se le desgarraba dentro del pecho. La niña hacía pendulear la cacharra
de la leche sin cesar de mirarle. Sus trenzas brillaban al sol.
—Adiós,
Uca-uca —dijo el Mochuelo. Y su voz tenía unos trémolos inusitados.
—Mochuelo,
¿te acordarás de mí?
Daniel
apoyó los codos en el alféizar y se sujetó la cabeza con las manos. Le daba
mucha vergüenza decir aquello, pero era ésta su última oportunidad.
—Uca-uca...
—dijo, al fin—. No dejes a la Guindilla que te quite las pecas, ¿me oyes? ¡No
quiero que te las quite!
Y se
retiró de la ventana violentamente, porque sabía que iba a llorar y no quería
que la Uca-uca le viese. Y cuando empezó a vestirse le invadió una sensación
muy vívida y clara de que tomaba un camino distinto del que el Señor le había
marcado. Y lloró, al fin.
Gracias
don Miguel, por su vida y por su obra.
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