Nos
confesaba hace algún tiempo un amigo que nunca había estado enamorado; que
envidiaba a las parejas en las que veía “eso” que debía ser el amor. La forma
de mirarse, de hablarse, de entender y vivir la vida…
No
haberlo estado nunca, como mi amigo; o haberlo estado y dejar de estarlo, vete
tú a saber por qué, es algo que ciertamente le sucede a mucha gente, pero no
todos tienen la honestidad consigo mismo de reconocerlo, como la tenía mi amigo
cuando nos lo dijo.
Porque es bien triste. Y de esta tristeza habla este conocidísimo poema de Antonio Machado que, como aviso a navegantes, nos advierte qué acabaremos diciendo si en eso caemos, “Aguda espina dorada, quién te pudiera sentir en el corazón clavada”.
Yo voy soñando caminos
de la tarde. ¡Las colinas
doradas, los verdes pinos,
las polvorientas encinas!…
¿Adónde el camino irá?
Yo voy cantando, viajero
a lo largo del sendero…
-la tarde cayendo está-.
“En el corazón tenía
la espina de una pasión;
logré arrancármela un día:
“ya no siento el corazón”.
Y todo el campo un momento
se queda, mudo y sombrío,
meditando. Suena el viento
en los álamos del río.
La tarde más se oscurece;
y el camino que serpea
y débilmente blanquea
se enturbia y desaparece.
Mi cantar vuelve a plañir:
“Aguda espina dorada,
quién te pudiera sentir
en el corazón clavada”.
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