Ya lo decía en la anterior entrada. Estamos a donde
nunca deberíamos haber llegado. A una situación de la que no hay posible salida
a no ser que, quienes han demostrado durante muchos años la más absoluta
incapacidad de asumir y superar la historia, y de mirar a su alrededor con
objetividad y respeto, por alguna suerte de milagro, fueran capaces de mirar
adelante, en vez de atrás, y de enterarse, más allá de los símbolos, de la
realidad callada que les rodea.
Pero soy pesimista. Rencores antiguos, enemigos de
ayer, que no de hoy, opresores que hace ya mucho tiempo dejaron de oprimir… y
un enjambre de banderas creando un torbellino emocional, han arrastrado a
miles de personas a perder el sentido de la realidad, creyendo descubrir a un enemigo que nunca ha existido.
Pero pese a todo esto y más, el hecho, hoy, es
innegable. De cinco millones y medio de electores no llega a dos millones los
que han dicho que sí a la independencia. Algo más de dos millones han dicho que
no, y más de millón y medio no saben, no contestan. Son los independentistas
una minoría importante, significativa, minoría que merece, qué duda cabe,
respeto, pero como también merece respeto toda esa gente que o ha dicho que no, o ha
callado. Y son la mayoría, bastantes más de tres millones de personas que, o
bien quieren seguir siendo catalanes en España, o les da igual, o pasan del
tema, o no lo tienen claro, pero que desde luego no han dicho que si.
Sin embargo, en virtud de esa aritmética parlamentaria,
siempre un poco confusa y difícil de explicar, esa minoría puede acabar
teniendo el poder de consumar un proceso que a nadie va a hacer bien. Y eso es
lo terrible.
No se puede construir un país ni en contra, ni al margen de la mayoría de
sus ciudadanos. No es ni política, ni social, ni moralmente aceptable. Entramos
de lleno en el fanatismo, la intolerancia, el dogmatismo que llevan al enfrentamiento, a la ruptura social, al dolor…
La sociedad catalana está rota, partida en dos y el
Estado español ante una situación imposible. ¿Quién, en su sano juicio, puede desear esto? ¿Es motivo de alegría? ¿Hay
algo que festejar?
Si los resultados de estas elecciones hubieran dado,
en número de votos, no en escaños, una mayoría importante, rotunda, al
independentismo, el Estado, mal que le pesara, tendría que aceptar la voluntad
de un pueblo, unido por un proyecto, que habría hablado alto y claro. Porque
sólo la voluntad rotundamente mayoritaria de los catalanes legitimaría un paso
de tan gigantescas consecuencias, como es la separación de Cataluña de un país del que
siempre ha formado parte, al que está íntimamente unido por mil lazos, y a cuya construcción ha contribuido durante siglos, España.
Estuve ayer en el Pirineo, en el valle de Tena. Por
un acuerdo tácito, no pusimos la radio en el viaje de regreso, y no quise poner
la tele en casa. Quería dormir tranquilo. Pero desde que esta mañana me he
enterado de los resultados y he visto y oído a algunos de los que han ganado
“parlamentariamente hablando”, una sombra se ha cernido sobre mí. Y sé que es
la sombra del miedo.
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