Hay cosas que se leen, que se oyen, de las que te
enteras no sabes muy bien cómo, pero que no acabas de asimilar hasta que las
ves de cerca, hasta que te tocan de cerca.
Hablo ahora del cambio climático, del calentamiento
de la atmósfera, del retroceso de los glaciares, que tengo claro que es un
hecho, pero “jo…” (acabadlo como queráis), cuando el otro día, organizando las
fotos que Isabel va digitalizando, vi la norte del Monte Perdido desde el
Balcón de Pineta, a finales de julio de 1984, me quedé impactado.
Me apresuré a ver las que en junio de este año hice
de la misma pared, desde el mismo sitio, incluso un mes y medio antes, y
comprobé lo brutal de la diferencia.
En sólo 31 años, aquel mundo de hielo que cubría la
imponente cara norte del Perdido, no es más que un extenso helero al que se
puede entrar a pie plano.
Y ¡claro!, no se trata sólo de que cambia el paisaje, eso
es sólo una consecuencia, sino de otras muchas consecuencias menos visibles,
menos evidentes, pero que seguro están ya ahí e irán a más.
¿Hasta qué punto es el hombre el único responsable de
esto? ¿Hasta qué punto hay toda una mascarada política a nivel internacional
sobre este tema? Son asuntos que se me escapan.
Lo único que sé, y os dejo ya ver las dos fotos, es
que la gente que sube ahora al Balcón de Pineta, no goza, ni de lejos, de lo
que yo hace nada más que 31 años pude gozar, no podrán tener la suerte de ver
una caída de seracs desde la cumbre del Cilindro, no escucharán por la noche,
si duermen allí arriba, los crujidos del hielo…
Junio de 2014. |
Julio de 1984. |
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