Es un poema largo. Ante él, te pueden pasar cuatro
cosas.
Que ni lo leas. ¡Quién dedica tiempo a leer hoy un
poema! Y además un poema largo. No es ocurrente, no es gracioso, no es viral en
la red… Pues no lo leas. ¡Total "pa" qué!
Que lo leas y te deje indiferente. Que digas, pues
bueno, pues vale. Que no te diga nada de nada. ¡Feliz tú si un poema así no
está escrito para ti! Sigue a tu marcha.
Que tras leerlo sientas que el poeta te está diciendo
algo, te indica un camino que recorriste en algún tiempo pasado, o que has de
recorrer ahora, o quizá mañana. Y lo vas a hacer. Te recuerda que lo debes
hacer, y quieres y puedes. Te habrá gustado leerlo. Lo releerás.
Que te toque hondo, que te toque donde más te duele, y
no teniendo otro alivio, habrás encontrado en Vicente Aleixandre alguien que te
entiende. Y la belleza de sus palabras será un bálsamo que apaciguará el
dolor hondo por no poder hacer lo que dice que hagas. Porque no introducirás tus pies en
la espuma, aún sabiendo que no es bueno quedarte en la orilla. Ya no puedes bajar
a la plaza.
Hermoso es, hermosamente
humilde y confiante, vivificador y profundo,
sentirse bajo el sol, entre
los demás, impelido,
llevado, conducido,
mezclado, rumorosamente arrastrado.
No es bueno
quedarse en la orilla
como el malecón o como el molusco
que quiere calcáreamente imitar a la roca.
Sino que es puro y sereno
arrasarse en la dicha
de fluir y perderse,
encontrándose en el
movimiento con que el gran corazón de los hombres palpita extendido.
Como ese que vive ahí,
ignoro en qué piso,
y le he visto bajar por unas
escaleras
y adentrarse valientemente
entre la multitud y perderse.
La gran masa pasaba. Pero
era reconocible el diminuto corazón afluido.
Allí, ¿quién lo reconocería?
Allí con esperanza, con resolución o con fe, con temeroso denuedo,
con silenciosa humildad,
allí él también
transcurría.
Era una gran plaza abierta,
y había olor de existencia.
Un olor a gran sol
descubierto, a viento rizándolo,
un gran viento que sobre las
cabezas pasaba su mano,
su gran mano que rozaba las
frentes unidas y las reconfortaba.
Y era el serpear que se
movía
como un único ser, no sé si
desvalido, no sé si poderoso,
pero existente y
perceptible, pero cubridor de la tierra.
Allí cada uno puede mirarse
y puede alegrarse y puede reconocerse.
Cuando, en la tarde
caldeada, solo en tu gabinete,
con los ojos extraños y la
interrogación en la boca,
quisieras algo preguntar a
tu imagen,
no te busques en el espejo,
en un extinto diálogo en que
no te oyes.
Baja, baja despacio y
búscate entre los otros.
Allí están todos, y tú entre
ellos.
Oh, desnúdate y fúndete, y
reconócete.
Entra despacio, como el
bañista que, temeroso, con mucho amor y recelo al agua,
introduce primero sus pies
en la espuma,
y siente el agua subirle, y
ya se atreve, y casi ya se decide.
Y ahora con el agua en la
cintura todavía no se confía.
Pero él extiende sus brazos,
abre al fin sus dos brazos y se entrega completo.
Y allí fuerte se reconoce, y
se crece y se lanza,
y avanza y levanta espumas,
y salta y confía,
y hiende y late en las aguas
vivas, y canta, y es joven.
Así, entra con pies
desnudos. Entra en el hervor, en la plaza.
Entra en el torrente que te
reclama y allí sé tú mismo.
¡Oh pequeño corazón
diminuto, corazón que quiere latir
para ser él también el
unánime corazón que le alcanza!
¿A cuál de las tres te apuntas?
Porque a la primera, si has llegado aquí, no te has apuntado.
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