Esta
mañana de Pascua, mientras tañen las campanas de la iglesia del pueblo, quiero compartir otro texto de Arbeloa. Está escrito en forma
de homilía para leerlo en la misa del domingo de Resurrección, cuando él era
cura en la parroquia del barrio de Echavacoiz, en Pamplona.
Estamos
en los años setenta, por lo que aparecen las pesetas y unos precios que ahora
nos resultan increíbles. También se intuye el ambiente social de aquel momento
de nuestra historia.
Estaba
yo entonces en mi década de los veinte, y aún recuerdo cómo me gustó cuando la
leí en el libro Cantos de fiesta y lucha.
Aún con sequías recurrentes ha llovido mucho desde entonces, pero siguen
pareciéndome unas palabras sencillas y frescas, que no han perdido ni un ápice
de la fuerza y la alegría contagiosa que en ellas encontré para trasmitir la noticia más
grande de la historia, la resurrección de Jesús. Por eso la comparto esta mañana.
Es
larga, pero no le tengáis miedo.
PREGÓN
PASCUAL EN FORMA DE HOMILÍA
Sobre
Hechos 10, 34, 37-43 y Juan 20, 1-9
I
Amigos
y compañeros del barrio de Echavacoiz,
hermanos
en la fe de Jesucristo:
Si yo
tuviera una fe grande,
una fe
recia, como dicen que tenían
nuestros
ilustres antepasados,
o si
supiera que vosotros la teníais
a
prueba de cualquier desilusión,
de
cualquier desgaste de disgusto,
de
cualquier escándalo, más o menos farisaico,
o de
cualquier edad,
y de
cualquier cansancio de la vida,
tocaría
esta mañana la corneta
o el
tambor,
como
toca cuando hay bando de noticias importantes
el
formal y tan simpático alguacil de mi pueblo:
«Os
anuncio un gran gozo –os diría
con
voz aguardentosa o cantarina–,
una
buena, una inmensa noticia,
más
importante que el cine de esta noche,
o que
el posible ligue de esta tarde,
más
importante aún que el «Mini» por que estáis ahorrando,
que el
traslado del piso,
que el
ingreso de Paco,
o que
el acierto de 13 en la quiniela.
¿Sabéis
qué? Pues que Cristo, el Señor que había muerto,
que el
amigo colgado de tres clavos
ha
resucitado para siempre,
es
decir, en castellano:
que
Jesús, el Cristo, vive para siempre,
que
algo extraño y sublime sucedió tras su muerte
que
acabó con la muerte,
le
quitó el aguijón a la muerte,
que el
hombre no es un ser para la muerte,
que la
tumba tiene también su propia tumba,
que
Dios le arrancó del hoyo del olvido y la carroña,
que la
triste y hedionda corrupción no es definitiva,
que
podemos vivir, luchar, amar y enredarnos en los sueños,
sin
tanto miedo al camión oscuro,
al
cruel relámpago,
al
mazazo seco,
al
incendio súbito,
al
ahogo lento,
al
puñal maldito de la muerte.
II
Nos lo
ha dicho Pedro, el amigo de Jesús,
cobarde
e impetuoso,
que,
tras avergonzarse del Maestro,
rompió
a llorar como una Magdalena
y se
fue a predicar por todo el mundo
que el
Maestro vivía,
y se
dejó cortar por eso la cabeza.
Nos lo
ha dicho diciéndolo a Cornelio,
un
centurión romano en Cesarea,
poco
dado a creer en fábulas y cuentos:
Jesús
había estado cerca de ellos;
al
partir el pan y el vino de la cena,
lo
sintieron tan íntimo y activo,
que
hasta comió y bebió con ellos y enseguida
se
fueron por el mundo anunciando a las gentes asustadas
–asustadas
por tantas cosas que pasan los días y las noches–
que él
es el juez de vivos y de muertos,
que
suyos son la muerte y los infiernos, ya vacíos,
suyo
el perdón, la paz y la última alegría.
Y
Juan, otro testigo de la hora primera,
casi
un muchacho, amigo
hasta
el final, al pie de la agonía,
nos
cuenta emocionadamente su experiencia.
Juan
no es –nadie se engañe– un periodista reportero,
ni un
locutor de radio, ni un fotógrafo,
ni se
fue la mañana del domingo
a
rodar la película a la boca del sepulcro.
No.
Juan pretende decirnos otra cosa:
no
noticias, ni el cómo de las cosas,
sino
su hondísima verdad, la pulpa del mensaje,
aquello
que no es sola e infantil curiosidad,
sino
el sentido
de la
vida y la muerte de Jesús,
que
nutre nuestra vida y la levanta como un globo
y
limpia nuestra muerte del miedo y de la nada.
La
piedra del sepulcro está corrida,
es
decir: la muerte ha sido derrotada,
se han
quedado sus fauces sin la presa:
le ha
vencido la vida en primavera.
Nadie
ha robado el cuerpo de Jesús
¿cómo
hubieran podido los ladrones
despojar
el cadáver de las vendas y doblar el sudario?
Jesús
no sale atado de lienzos como Lázaro,
que
tiene el pobre que morir de nuevo.
Jesús
es el señor de la vida y de la muerte,
libre
ya de cualquier ligadura:
viento
suelto que todo lo revive,
pájaro
azul de la mañana,
chorro
de luz que nada ni a nadie se sujeta,
música
matinal que al mundo alegra,
hijo
de Dios, hijo del hombre, vida
que
agarrota a la muerte por sorpresa,
palabra
original y nunca repetida,
que
todo lo contiene,
que a
todos, por los siglos, nos enseña.
Amor
de madrugada
que a
todos nos despierta y nos remueve,
con su
sangre caliente todavía,
con su
abrazo de hermano, de padre, de esposo para siempre.
Juan
ha comprendido bien esta mañana
que el
amor es más fuerte que la muerte,
que no
bastan las vendas y el sudario,
ni el
sepulcro vacío,
que a
Pedro le sorprenden,
sino
el encuentro
gozoso
con Jesús,
la fe
desnuda y deportiva,
juvenil,
en su reino.
III
Pero,
amigos, no es tampoco la hora de engañarse,
de
volver otra vez a las andadas,
de
refugiarnos de nuevo en la vieja cantinela
de un
Dios con minúscula,
de
magia,
poderoso
hechicero,
cómodo
tapahuecos,
santón
de vela y oración apresurada,
que
nos libra de pensar y de creer,
incluso
de vivir,
y que
se encarga, tan bueno y complaciente,
de
ponernos un día de patitas en el cielo.
No.
Dentro de un cuarto de hora,
al
salir de la misa,
los
chavales darán la misma murga que antes,
y el
rico –más o menos barato– pollo del domingo
no se
convertirá en plato de langosta.
Seguirá
la merluza a doscientas pesetas,
y
habrá que contentarse, a ser posible,
con
los ricos medallones rosados de merluza congelada.
Las
alubias, las rojas, estarán a sesenta,
y la
carne en picadillo a sólo cien pesetas kilo,
a
catorce cincuenta la leche
después
de tantas idas y venidas;
la
gasolina no sé, no tengo coche.
Y el
mínimo salario a doscientas veinticinco después de la subida,
para
que podamos llevar una vida lo más mínima posible,
pensar
lo mínimo,
leer
lo mínimo,
tener
una mínima cultura
en
honor de los máximos señores
del
mundo y del país.
La
vida seguirá lo mismo que antes;
tal
vez volverá a subir otro quince por ciento
y el
salario –si hay suerte
y con
la ayuda de alguna huelga a tiempo y bien llevada–
subirá
tal vez hasta un once por ciento en todo caso.
Se
sentirán los enfermos
igual
de tristes solos cada tarde.
Margari
perderá seguramente el novio,
y
Pedro no podrá casarse con Piluca
que
era el primer amor, ya en manos de otro.
Las
casas del llamado bloque Urdánoz
nunca
serán como las nuevas,
escandalosamente
caras,
levantadas
en el bonito Paseo Sarasate,
donde
viven y cobran ciertos hombres
que
oficialmente son nuestros hermanos.
En
fin, señoras mías que me escuchan,
habrá
que volver a ver
qué
dicen las revistas
sobre
las pecas, la piel de oca o las arrugas.
IV
Nada,
nada habrá cambiado de repente.
Porque
la pascua, amigos,
no es
un timo,
ni una
varita mágica,
ni una
buena receta que da algún cura tonto
–o muy
listo, quizá, según se mire–,
ni una
oración con suerte a santa Rita.
Porque
Jesús ha muerto igual que cualquier hombre
y hay
que pasar, con él, por ese aro.
El
Cristo de la pascua, que vive junto al Padre,
tiene
aún y para siempre
la
marca de los clavos.
La
cruz seguirá siendo,
desgraciadamente
y para rato,
el
árbol donde el coche va a estrellarse
cuando
todos volvían tan contentos,
la
reja insoportable de los presos,
la
bala fratricida del fusil,
el
látigo legal o físico del amo,
el
sobre del despido,
el
número del código penal
que
nos condena.
Pero
también, si somos fieles y sencillos,
la
bandera animosa,
la
dirección segura,
la
flecha de esperanza,
el
bastón de la vida
con
que Dios, nuestro amigo, nos conduce.
Seguimos
caminando, amigos, compañeros.
El
reino no ha venido aún del todo:
¡también
tenemos nosotros que traerlo!
Sí,
sí, sabemos que algún día
encajará
por fin lo que está desencajado,
será
explicable lo que ahora
nadie
explica,
las
cosas y personas estarán en su sitio
y todo
volverá a tener sentido.
¡Pero
cuánto habrá llovido en el barrio para entonces,
qué
viejísimos serán los chicos de estos bancos!
V
Nuestras
pobres alegrías entre tanto
no son
más que un estreno;
nuestro
amor,
un
besito tímido en la frente.
Y del
banquete,
del
que Jesús nos habla a cada paso,
no
tenemos aún
más
que unos pocos entremeses.
Lo
demás iremos preparando
uno a
uno y día a día,
todos
juntos,
lo más
rápido posible,
hasta
que todos
estemos
borrachos por la fiesta
–que
Dios es más fuerte y generoso
que el
vino de Mañeru–,
chiflados
como novios,
y
locos de amistad y esperanza interminable
en la
mesa redonda y siempre puesta
del
reino de los cielos.
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