Un
miedo que me aturdía, y que parecía ocultar el rumor del agua. Silencio, sólo el
latido de mi propio corazón. Y entonces escuché nítida, clara, una voz grave
que decía “sentibe arrufia”. Y otra voz, desde más lejos gritó, “tocho per
cuca”. No se me han olvidado estas palabras. No se me olvidarán nunca estas
palabras, aunque no sepa su significado.
Recuerdo
que temblaba y no podía dar un solo paso. Entonces noté que me cogían por
detrás, de los dos brazos. Grité porque me dolía el hombro, y me habían sujetado
juntándome los brazos a la espalda. Se me acercó enseguida, por delante, el
primer hombre que había hablado, y después de mirarme durante mucho tiempo, se
dirigió a mí en una lengua que me sonaba familiar pero que no comprendí. Se me presentó como el “viedro”,
ayudándose también de gestos, y me pareció entender que me preguntaba quién era
yo y por dónde había llegado allí.
Intenté contarle lo que me había pasado, con más gestos que palabras, pero no me
entendió. O mejor dicho, no me atendió. Mientras yo le hablaba, no dejaba de
mirar y tocar mi ropa. Incluso se agachó y observó mis botas sin hacer ningún
caso a mis explicaciones.
Poco a
poco fueron acercándose a nosotros más personas, primero hombres, después jóvenes y mujeres con niños pequeños. Yo permanecía quieto y callado. Fui el centro
de todas las miradas durante un tiempo que me pareció eterno. Quien me dijo que
era el “viedro”, les hablaba a los que me rodeaban, sin dejar de tocarme la
ropa. Les dijo en voz muy baja y denotando preocupación, algo que me pareció entender, “ba entrá pel Col
Goturum”. Pero ¿qué era Col Goturum? Años más tarde descubrí que el Col Goturum bien podría ser el Coll de
Toro. Precisamente el Coll de Toro…, el mismo collado donde Mª José, tú y yo
nos cruzamos, perdidos en la niebla, con aquel hombre que nos salvó la vida, cuando
nos dirigíamos directos a un precipicio. ¡Qué casualidad!*
Las
miradas de aquella gente eran extrañas. Tenían la pupila muy abierta mostrando
claramente la presencia de cataratas. Si a esto le añadías la ausencia de cejas
y pestañas, te puedes imaginar el aspecto de esos ojos. Y había decenas mirándome.
Después
de minutos interminables, el “viedro” se dirigió a todos y supongo que les dijo
que nos dejaran solos, porque es lo que hicieron. Me indicó con un gesto que
nos sentáramos en el suelo, y al poco tiempo una niña trajo una cesta con algo
parecido a patatas hervidas, pero pequeñas como una nuez. Las dejó delante de
nosotros, mientras el “viedro” le dijo, “mercis nena, e porta aigua”. Y así lo
hizo la niña, trayendo una vasija de barro con agua. El “viedro” me dijo entonces, “mincha,
ome”. Y aunque no tenía hambre cogí una de esas patatas, pero me quedé mirándola sin llevármela a la boca. Él, cogiendo otra, se la comió como indicándome
que yo debía hacer lo mismo. Realmente eran patatas cocidas, o así me lo pareció. ¿Era una bienvenida?
Mientras
yo comía empezó a hablarme. Lo hacía con mucha lentitud, para que yo pudiera
entenderlo, y con semblante afable. Muchas palabras me recordaban al
valenciano, otras al castellano o el francés, algunas incluso al latín.
La
verdad es que empecé a entenderlo bastante bien. El a mí no tanto, por la cara
que ponía cuando yo trataba de decirle algo.
Continuará.
*Esta historia del Coll de Toro está en el blog, y podéis leerla yendo al día 13 de agosto de 2013, o tecleando en el buscador El hombre de los caracoles.
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