Me
acaba de contar mi hermana, por teléfono, su viaje a Valencia esta mañana, para
ir a trabajar, porque ella es de las que ha de ir a trabajar. ¡Escalofriante!
Ha
salido de casa a las siete y media, de noche y lloviendo. Ha cruzado el pueblo encontrándose
sólo con un coche. Ninguna persona. Hasta San Antonio no se ha cruzado con
nadie.
Ya en
la autovía iba prácticamente sola, con algún que otro vehículo delante o
detrás. Y en Valencia, nadie andando, y un tráfico menos que mínimo. De hecho,
ha parado en un semáforo frente a los torres de Serranos, completamente sola.
Un coche de policía, allí estacionado, era el único signo de que no se había
vaciado el mundo.
Seguía
lloviendo y aún era de noche, pero ya se habían apagado las luces de la ciudad,
con lo que la oscuridad daba más dramatismo todavía a una escena que no
podíamos haber imaginado ni en nuestras peores pesadillas.
Le
daba escalofríos, y con razón. Es que da escalofríos la contemplación de
nuestros pueblos, nuestras ciudades, nuestro mundo, vacío, quieto, como
agarrotado por una fuerza superior a todo y a todos.
Sí, la
vida sigue. Escondida, asustada, pero sigue, y algún día, Dios quiera que sea
pronto, volverá a salir al sol y al aire. Pero no creo que podamos olvidar nunca la escena de nuestras calles como jamás las habíamos visto, como si fuera una película, pero que es ahora la rotunda realidad.
Una
realidad que, una vez más, ha superado a la ficción.
Se nos encoge el corazón, pero tenemos la Esperanza de que va a pasar pronto (el tiempo es relativo), y que lo podremos comentar en tertulias reales y no virtuales. Ánimo a tu hermana.
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