Me han
dicho si era posible publicar toda la historia seguida, para así facilitar su
lectura y poderla compartir más fácilmente. No veo problema, así que a
continuación la tenéis, toda de un tirón. Diez folios en arial12. La entrada
más larga del blog.
Voy a
contaros una historia larga, en varios capítulos. La historia no es mía, es de
mi hermano Paco. La escribió y me la entregó hace ya mucho tiempo, y he de
reconocer que me sorprendió; no esperaba
algo así. Hoy, con su permiso, la comparto. Empiezo sin más preámbulos.
Capítulo
1.
Han
pasado ya muchos años pero no puedo esperar más. Necesito contártelo. Sólo te
pido que esto quede entre nosotros dos. Han sido casi treinta años en los que
todos y cada uno de sus días he tenido presente este recuerdo. ¿Te acuerdas del
campamento volante por el valle de Benasque? Al terminarlo, os volvisteis con
los chavales a Valencia, y yo me quedé esperando a que regresarais MªJosé, Javi
y tú. Se nos había quedado pendiente hacer el Aneto.
Teníamos
previsto volver a vernos en La Renclusa al cabo de tres días, por lo que acampé
cerca del refugio. Había otras tiendas junto a la mía. A media tarde empezaron
a caer las cascadas de nubes que llegaban desde Francia, y en poco tiempo ya se
había cubierto todo. Entré pronto en la tienda y me entretuve mirando el mapa.
Sobre el papel se veía fácil la ascensión al Aneto. Me dormí pronto, con la
idea de que si salía bueno, podría acercarme a la Cresta de los Portillones y
ver de cerca el glaciar.
A las
4 de la madrugada me despertó el murmullo de la tienda de al lado. Era un grupo
de tres vascos que iban a hacer la Maladeta, según me dijeron luego. No pude
volver a dormirme. Se oía alrededor, linternas, lumogases y preparativos para
la ascensión. En ese momento decidí salir y pegarme a algún grupo que conociera
el camino hacia los Portillones. Ya no había niebla. Al contrario, el cielo
estaba completamente raso y con más estrellas de las que podía imaginar. Me
puse las chirucas, los bávaros y un suéter de manga larga encima de la camiseta.
No hacía mucho frío, sin embargo la manga larga no molestaba. No tenía hambre,
pero cogí un paquete de galletas y una manzana para más tarde. Solo quería
acercarme a ver el glaciar y volver. Esperaba regresar sobre las 9 o las 10
para desayunar en La Renclusa. Cogí la linterna y el bastón y seguí a los
vascos. Me habían dicho que para ir a la Maladeta pasaban por el Portillon
Superior. Se veía una larga hilera de lucecitas moviéndose por la montaña, aún
oscura. Y sólo se oía el golpear de botas y bastones contra las rocas del
camino, y el agua de torrentes y cascadas.
El
Aneto tiene mucho de sobrecogedor, enigmático y desafiante, hasta de religioso.
Capítulo
2.
Cuando
llegué a la cresta ya estaba amaneciendo. Me despedí de los vascos y me quedé
admirando el espectáculo. Yo solo. No te he de decir cómo es un amanecer a casi
3000 metros de altura. Ese brillo rosado del hielo del glaciar me recordaba los
cantos de sirena que tientan a los marineros. Y me dejé llevar…
El
camino sobre el hielo estaba muy marcado. La verdad es que resbalaba un poco, y
yo no llevaba ni crampones ni piolet. Pero pensé que, si iba lento y poniendo
los pies en las huellas que habían dejado marcadas, no habría mucho problema. Y
entré en el glaciar.
Siguiendo
el bien hollado surco en el hielo, recordé que la noche anterior había visto en
el mapa que, desde el collado Maldito se vería el lago de Cregüeña desde
arriba. Y no lo pensé dos veces. Dejé el camino y me dirigí hacia el collado
siguiendo unas huellas que parecían recientes, hechas a golpe de piolet.
Las
seguí sin demasiados problemas hasta que bordeaban una grieta. Me paré y decidí
dar la vuelta. Ya sabes lo impresionante que es una grieta en el hielo de un
glaciar, y más si es la primera vez que ves algo así. Pero también me imaginaba
el espectáculo desde el collado. Eso, y la inconsciencia de mis veinte años, me
animaron a arriesgar. Y pasé junto a la grieta, sin mirarla. Pero entonces las
piernas me empezaron a temblar como nunca me había pasado. Me paré. Empecé a
sudar mientras el corazón me golpeaba fuerte en el pecho. La siguiente huella
estaba poco marcada, o así me lo parecía. Decidí retroceder andando de
espaldas, volviendo a poner los pies donde ya los había puesto. A mi lado, la
grieta se me antojaba cada vez más profunda, más peligrosa… Sentí que me
mareaba, oí unos zumbidos, y dejé de ver. No recuerdo nada más.
Cuando
recobré el sentido no veía nada. Me dolía todo el cuerpo, sobre todo la cabeza
y el hombro izquierdo. Hacía frío, un
frío atroz. Todo lo que tocaba a mi alrededor era hielo. No sabía, ni
sé, el tiempo que estuve inconsciente, no
tengo ni idea. Cogí la linterna que llevaba en el bolsillo y la encendí, pero
de poco me sirvió. No había nada que ver, hielo y solo hielo, un pasillo de
hielo. Era un hielo muy limpio, casi transparente. La luz de la linterna
producía unos reflejos azulados y unos brillos que nunca había visto. Ahora
pienso que era bonito, pues lo cuento como algo pasado, pero en aquel momento
no me importaba para nada la belleza de la luz en esa cárcel de hielo. Sentí
mucho miedo, y angustia. Pensé que no saldría de allí con vida.
Recé.
Sí, recuerdo que recé mientras avanzaba unos metros por la grieta que a modo de
extraño pasadizo parecía extenderse ante mí. Se andaba bien, aunque resbalaba.
Seguí avanzando. Caí un par de veces, lo que me provocó más dolor, sobre todo
en el hombro. El frío me parecía más intenso, me iba agarrotando. Entonces me
di cuenta de que la pared de mi derecha…
Capítulo
3.
… no
era de hielo, sino de roca. Yo diría que igual de fría que el hielo; pero era
granito, aunque también imposible de escalar. ¿Estaba en el fondo del glaciar?
Decidí
seguir esta pared de roca sin saber muy bien por qué. Iba pegado a ella, como
abrazándola, como pidiéndole que me sacara de ese mundo de oscuridad, frío y
silencio.
Aunque
a decir verdad el silencio no era tan absoluto como la oscuridad. Me pareció
oír un sonido casi imperceptible, como de una corriente de agua. Me alegró
fugazmente pensar que, si era agua, saldría del glaciar por algún sitio. Podía
ser mi salvación. Me aferré a esta idea como a un clavo ardiendo.
El
caso es que seguí avanzando, sin apartarme nunca de la pared de granito, y
oyendo, cada vez más definido, el sonido del agua. Entonces me pareció ver una
tenue luminosidad a lo lejos, ¿o estaba cerca? ¿Era la luz del día? Apagué la
linterna.
Ahora
que te estoy contando esto, todavía he sentido un escalofrío que me ha
recorrido todo el cuerpo. Sí, veía un leve brillo, verdoso. Avancé hacia él
dándome cuenta de que el suelo ya no era hielo; no, no había hielo por ningún
sitio, aunque seguía haciendo mucho frio.
Pero
la oscuridad ya no era absoluta, ni tampoco el silencio. Seguí avanzando, ya
sin linterna, guiándome por ese suave resplandor. Seguía oyendo el rumor del
agua, pero me pareció escuchar otros sonidos. Sólo de recordarlo se me pone la
piel de gallina después de tantos años. Parecían voces humanas.
Mis
ojos se iban acostumbrando a la oscuridad. Se distinguía algo. Veía zonas más
iluminadas que otras. Y oía. Oía voces. No había duda. Me parecían voces de
niños. Pero no los veía. Por un momento pensé que eran alucinaciones, y también
llegué a pensar que me había muerto. Pero no era ni una cosa ni la otra.
Observé
cómo la luz provenía de las paredes de granito, que emitían una luminiscencia
extraña. Me recordaba la luz de las saetas del despertador de cuando éramos
pequeños. ¿Te acuerdas que te daba miedo ese brillo y que no entendíamos cómo
se producía?
En esa
suave luz que me envolvía ya veía bien; y además no hacía frío, el ambiente era
tibio. Distinguía ante mí lo que parecía una inmensa sala, a la que estaba
entrando, cuyos límites se me escapaban. Avancé más y las voces cesaron de
repente. Sólo se oía el agua.
Y
entonces pude distinguir con claridad siluetas humanas, agrupadas, silenciosas,
tensas. No pude ya moverme. Tuve miedo. Estaba paralizado por el miedo.
Capítulo
4.
Un
miedo que me aturdía, y que parecía ocultar el rumor del agua. Silencio, sólo
el latido de mi propio corazón. Y entonces escuché nítida, clara, una voz grave
que decía “sentibe arrufia”. Y otra voz, desde más lejos, gritó, “tocho per cuca”. No se me
han olvidado estas palabras. No se me olvidarán nunca estas palabras, aunque no
sepa su significado.
Recuerdo
que temblaba y no podía dar un solo paso. Entonces noté que me cogían por
detrás, de los dos brazos. Grité porque me dolía el hombro, y me habían
sujetado juntándome los brazos a la espalda. Se me acercó enseguida, por
delante, el primer hombre que había hablado, y después de mirarme durante mucho
tiempo, se dirigió a mí en una lengua que me sonaba familiar pero que no
comprendí. Se me presentó como el “viedro”, ayudándose también de gestos, y me
pareció entender que me preguntaba quién era yo y por dónde había llegado allí.
Intenté
contarle lo que me había pasado, con más gestos que palabras, pero no me
entendió. O mejor dicho, no me atendió. Mientras yo le hablaba, no dejaba de
mirar y tocar mi ropa. Incluso se agachó y observó mis botas sin hacer ningún
caso a mis explicaciones.
Poco a
poco fueron acercándose a nosotros más personas, primero hombres, después
jóvenes y mujeres con niños pequeños. Yo permanecía quieto y callado. Fui el
centro de todas las miradas durante un tiempo que me pareció eterno. Quien me
dijo que era el “viedro”, les hablaba a los que me rodeaban, sin dejar de
tocarme la ropa. Les dijo en voz muy baja y denotando preocupación, algo que me
pareció entender, “ba entrá pel Col Goturum”. Pero ¿qué era Col Goturum? Años
más tarde descubrí que el Col Goturum bien podría ser el Coll de Toro.
Precisamente el Coll de Toro…, el mismo collado donde Mª José, tú y yo nos
cruzamos, perdidos en la niebla, con aquel hombre que nos salvó la vida, cuando
nos dirigíamos directos a un precipicio. ¡Qué casualidad!*
Las
miradas de aquella gente eran extrañas. Tenían la pupila muy abierta mostrando
claramente la presencia de cataratas. Si a esto le añadías la ausencia de cejas
y pestañas, te puedes imaginar el aspecto de esos ojos. Y había decenas
mirándome.
Después
de minutos interminables, el “viedro” se dirigió a todos y supongo que les dijo
que nos dejaran solos, porque es lo que hicieron. Me indicó con un gesto que
nos sentáramos en el suelo, y al poco tiempo una niña trajo una cesta con algo
parecido a patatas hervidas, pero pequeñas como una nuez. Las dejó delante de
nosotros, mientras el “viedro” le dijo, “mercis nena, e porta aigua”. Y así lo
hizo la niña, trayendo una vasija de barro con agua. El “viedro” me dijo
entonces, “mincha, ome”. Y aunque no tenía hambre cogí una de esas patatas, pero
me quedé mirándola sin llevármela a la boca. Él, cogiendo otra, se la comió
como indicándome que yo debía hacer lo mismo. Realmente eran patatas cocidas, o
así me lo pareció. ¿Era una bienvenida?
Mientras
yo comía empezó a hablarme. Lo hacía con mucha lentitud, para que yo pudiera
entenderlo, y con semblante afable. Muchas palabras me recordaban al
valenciano, otras al castellano o el francés, algunas incluso al latín.
La
verdad es que empecé a entenderlo bastante bien. El a mí no tanto, por la cara
que ponía cuando yo trataba de decirle algo.
Capítulo
5.
Me
dijo que se llamaba Masial y que por ser el más viejo era obedecido por la
comunidad. Aunque le pregunté la edad no me entendió. Era difícil calcular los
años que pudiera tener. Estaba casi calvo, pero su piel no tenía ninguna
arruga. Era una piel muy clara y ligeramente rosada, de apariencia muy fina. No
tenía dientes, o mejor dicho, tenía unos restos de dientes carcomidos por la
caries. El cuello lo tenía muy abultado.
Iba
vestido con una especie de poncho que le llegaba hasta la rodilla y llevaba los
pies descalzos. Todos los que vi, hombres o mujeres, llevaban este vestido, que
en el caso de los varones era algo más oscuro y con una apariencia más tosca
que el de las mujeres y niños.
Su
gran interés parecía ser averiguar cómo yo había llegado hasta allí, y aunque
yo le expliqué mi caída en la grieta, no pareció entenderme; y me preguntaba
una y otra vez. Pero no me sentí amenazado en aquel extraño interrogatorio. Más
bien parecía ser él, el que tuviera
miedo a mi presencia allí.
A
medida que mis ojos se acostumbraban a la luz de aquel lugar, me iba dando
cuenta de más detalles. Estaba en una sala muy grande, casi como un campo de
fútbol. Las paredes eran de granito y todas irradiaban fosforescencia. El
suelo, suavemente caliente, estaba cubierto de una mezcla de tierra y algo que
parecía serrín. Desde esa sala partían pasillos que posiblemente conducían a
otras dependencias.
Caí en
la cuenta entonces de que había perdido la noción del tiempo. ¿Qué hora sería?
Además de que no lleva reloj no podía orientarme con nada. No había allí día y
noche. ¿Cuándo dormía aquella gente?
Me
estaba haciendo esa pregunta cuando oí una campana. Una campana con un tañido
metálico que reverberó en aquellas bóvedas durante un buen rato. Marsial me
tomó de la mano y me llevo a una pequeña sala en la que había algo parecido a
una manta ligera. Con gestos me indicó que era para dormir. Cerca de mí se
quedaron dos hombres para custodiarme. Estaba cansado pero no podía conciliar el
sueño. Mi mente era un torbellino. ¿Era esto una pesadilla? Ahora, mientras te
cuento todo esto, te aseguro que fue real. Dormí poco y mal, a ratos. Estaba
incómodo por el dolor del hombro, pero sobre todo, no podía dormirme pensando
en quién era aquella gente, cómo había llegado a aquel lugar, dónde estaba
situado, desde cuándo estaban allí, cómo sobrevivían sin ver nunca el sol, qué
comían, de dónde lo sacaban…
De
nuevo, la campana me sacó de aquella extraña duermevela. No sé el tiempo que pasé
“durmiendo”, pero me pareció poco. Al momento, llegó Marsial. Llevaba en sus
manos una vasija con una sopa dulce y caliente. No puedo decirte lo que era,
pero tenía hambre y me la tomé. Su consistencia era la de una crema de
champiñones, pero muy dulce.
Cuando
terminé, cogió la vasija y se la dio a uno de los guardianes que había estado
vigilándome mientras dormía. Con un gesto me dijo que le siguiera. A los pocos
pasos, se volvió hacia mí y me dijo que íbamos a la “illesia”. Entendí que cada
día empezaba con una oración para dar gracias a “Dieu” por haber salvado a su
pueblo. ¿Qué era para ellos un nuevo día? ¿De qué les había salvado ese Dios al
que oraban?
Y
llegamos a lo que llamaban “illesia”. En el alto techo de la sala había una
gran campana. Y bajo ella, sobre una roca, la talla de madera de un Cristo
crucificado. Era una escultura en madera policromada, de estilo románico, uno
de cuyos brazos estaba, en parte, quemado. Marsial me hizo sentar cerca de la
cruz, junto a él.
Grupos
de hombres se sentaban en círculos alrededor, y las mujeres y niños, en un
extremo de la sala, permanecían también sentados en el suelo, ellas con la
cabeza cubierta por un velo y sin levantar los ojos del suelo.
De
algún lugar apareció un hombre vestido con un alba y una casulla descolorida.
Vino hacia mí y se me plantó delante. Marsial me indicó que me levantara. Así
lo hice, y él me miró. Me dio la sensación de que me traspasaba con su mirada,
llegando a rincones de mi ser a los que yo no había llegado nunca. Sonrió
levemente, me puso la mano en el hombro dolorido y se dirigió a la cruz. Me
senté de nuevo en ese suelo tibio.
Capítulo
6.
Al
llegar a ella sacó de algún sitio un libro de grandes dimensiones. Lo abrió y
sin más preámbulos empezó a leerlo. Era latín, eso sí era latín. De vez en
cuando dejaba de leer y parecía que oraba, mientras todos los presentes le
acompañaban, también en latín. Luego siguieron otros ritos, y cánticos que
parecían venir de muy atrás en el tiempo.
Estaba
asombrado, y absorto en aquella ceremonia, mientras mi cabeza, a la vez, seguía
dándole vueltas a qué era aquello, dónde estaba, qué me pasaría…
Hubo
entonces un profundo silencio. Un largo y profundo silencio que aproveché para
pensar, en un desesperado intento por entender algo. Aquella talla románica, el
libro, el latín, la lengua que entre ellos utilizaban… Sabía que los siglos XII
y XIII habían sido terribles para los pobladores de aquellos valles. Un clima
duro, guerras, invasiones, epidemias, habían castigado sin piedad a aquellas
gentes. Quizá, huyendo de todo aquello, se refugiaron en aquel mundo
subterráneo, y allí se quedaron… Pero, ¿cómo? ¿Cómo lo habían conseguido?
¿Cuántos eran?
Acabó
la celebración con otro canto cuyas notas me resultaban lejanamente conocidas,
pero nunca pude repetirlo. Lo tengo en lo hondo de mi mente, mas soy incapaz de
sacarlo de allí.
Entonces
Marsial se levantó y me indicó que le siguiera. Estuvimos un buen rato andando
por un laberinto de estancias y corredores. Al fin llegamos a una sala pequeña
y confortable y nos sentamos en el suelo, siempre se sentaban en el suelo. Y
para mi sorpresa me preguntó por pueblos del valle; Benás, Grist, Seira,
Sarllé… Sabía que habían existido y quería saber si seguían existiendo. Le
alegró saber que sí, que ahí estaban, arriba, al sol.
Después
de un rato de lenta y a veces difícil charla, en la que ambos hacíamos
esfuerzos por entendernos, reanudamos el paseo. Vi arroyos de agua limpísima,
una gigantesca cascada que se perdía en una sima, cuyo sonido atronaba en la
sala donde estaba, pero que era grato en cuanto salías de ella. Olí a comida.
Escuche conversaciones que no entendía. Hasta me pareció vislumbrar huertos en
los que las plantas no eran verdes. En un momento del paseo, pasamos por un
lago de agua caliente donde un buen número de niños se bañaba, jugaba, reía y
gritaba, como cualquier niño; pero sus movimientos eran lentos, un poco torpes.
¡Qué
extraño paraíso! Nos sentamos contemplando el juego de los niños. Parecía que
le contagiaban su alegría a Marsial, que sonreía en silencio. Al rato, un
hombre me acercó una vasija y me hizo un gesto para que bebiera. Yo miré a
Marsial y asintió con la cabeza. Fui a beber, y al acercármela a la boca me di
cuenta, sorprendido, de que no me dolía el hombro.
Tenía
aquel brebaje un sabor parecido a un licor de hierbas. Al momento me entró un
sopor muy agradable y me recosté. Sentía que entraba en un profundo sueño.
Capítulo
7.
Debí
dormir a pierna suelta no sé cuánto tiempo. El tiempo, en esta historia es para
mí un misterio, como tantas otras cosas… Lo que sí sé es cómo fue mi despertar.
Me
pareció oír voces que llegaban desde muy lejos. Sentí manos que me tocaban,
como si me acariciaran la cara. Intentaba abrir los ojos, pero no podía, pues
estaba instalado en una agradabilísima sensación de bienestar de la que no me
apetecía salir. Pero una luz a lo lejos me invitaba a abrirlos. La luz se
acercaba a mí, o yo a ella, no sé. Y cada vez era más intensa. Me parecía
flotar, o volar…
La
verdad es que pensé que había muerto. Por un momento me acordé de esas
historias que cuenta la gente que ha estado en las fronteras de la muerte y ha
regresado. Esa luz al final del túnel de la que hablan, esa sensación de paz…
¡Era lo que me estaba pasando a mí!
Intenté
abrir los ojos, pero esa luz ya me envolvía por todas partes, y me deslumbró.
Escuche entonces a alguien que me decía ¿estás bien muchacho? ¿Me oyes? ¿Te
encuentras bien? Intenté moverme pero no pude, estaba como atado. Dije, sí, sí
estoy bien, aún con los ojos cerrados. Entonces los abrí un poco y entendí
todo. ¡Era un rescate! ¡La Guardia Civil de me estaba rescatando!
En
unos segundos, de un modo prodigioso, capté todo lo que estaba sucediendo.
Estaba, sobre el glaciar, atado a una camilla, en la que me habían subido desde
el fondo de la grieta. A mi alrededor había un
pequeño grupo de guardias civiles con todo el equipo de montaña,
cuerdas, clavijas, mosquetones… Sonreían y hablaban entre ellos mirándome.
Junto
a mí, agachado, estaba un médico, imaginé, tomándome la temperatura, la
tensión, reconociendo todo mi cuerpo, y diciendo entre dientes, ¡no puede ser,
no puede ser! Estás ileso. Estás ileso. Ni rasguños. Ni rastro de hipotermia.
No puede ser, ¿te encuentras bien?
Yo, ya
situado, le decía que sí, que estaba bien, muy bien. Le pedí que me desataran
de la camilla y así lo hicieron. Me incorporé, miré a mi alrededor, y me
levante sin ningún problema; solo me sentía un poco mareado, como si hubiese
bebido más de la cuenta. Los otros guardias se me acercaron y me miraron con
alegría, y sorpresa rayana con el estupor.
Entonces
me di cuenta de que se estaba poniendo el sol. La cima del Aneto, altiva, se
elevaba, entre nubes rosadas, sobre el glaciar que parecía resistirse a la
noche. Frente a mí, un sinfín de montañas emergía sobre un mar de nubes rosa y
malva.
Ya
viene, dijeron, y escuché el sonido inconfundible del helicóptero que se
acercaba desde Aigualluts. Te bajaremos al pueblo y te haremos un
reconocimiento completo. Luego ya veremos. ¿Avisamos a alguien?
Les
dije que no hacía falta. Que estaba bien, y que mi familia vendría… ¿Cuándo?
Caí en la cuenta de que no sabía en qué día estaba. Hoy es jueves, me dijeron.
Caíste esta mañana. Nos avisó un montañero que te vio desaparecer en la grieta
desde la Maladeta.
En el
helicóptero fuimos, aparte del piloto, el médico, otro guardia civil, y yo. El
resto regresaron andando. Y mientras sobrevolábamos el valle, el guardia, que
parecía ser el que me encontró, me dijo, nos ha costado encontrarte; era una
grieta muy honda, y compleja; te dábamos por muerto. Pero estás bien, estás
bien. Y has estado todo el día ahí adentro. Y miraba al médico que asentía
perplejo.
Siguió
diciendo, cuando te he encontrado me ha sorprendido el semblante de
tranquilidad y bienestar que tenías. He pensado que no habías sufrido. Incluso
tu posición, allá abajo, era, era como si estuvieras echándote una siesta.
¡Increíble! ¡Increíble!
Y
entonces vino la pregunta, ¿Te acuerdas de algo, de algo que pasara allá abajo?
Le miré y, sin esperármelo, me eché a llorar como un niño. Estábamos llegando a
Benasque. ¡Ánimo, hombre! Estás bien, estás vivo.
En una
ambulancia que nos esperaba en el helipuerto me llevaron al consultorio. Allí
me hicieron más pruebas, un reconocimiento completo. Ileso. Todo estaba en su
sitio. Como si acabara de salir de un largo periodo de reposo en un balneario.
A la
vista de los resultados me dieron el alta aconsejándome, ya era tarde, que
cenara bien, tenía hambre, y me quedara en el pueblo esa noche.
Así lo
hice. Cené bien a gusto en la fonda Barrabés, y me quedé allí a dormir. Al día
siguiente volvíais vosotros, y habíamos quedado en la Renclusa, pero os esperé
en el pueblo ¿te acuerdas? Y juntos, a
dedo, subimos a La Besurta, donde acampamos esa noche.
Al día
siguiente, os fuisteis al Aneto. Yo no quise ir, te dije que tenía ganas
de descansar. Necesitaba tiempo, tiempo para asimilar, entender, aceptar todo
lo que había vivido, o había soñado…
Aún
hoy, sigo necesitando más tiempo. Y por larga que sea mi vida, no acabaré de
entender qué pasó allá en el glaciar.
Capítulo
8.
La
historia, narrada por mi hermano, de lo que le aconteció en el glaciar, acaba
en el capítulo siete. En este último voy
a contar lo que yo hice tras conocerla pues, como podéis suponer, me quedé con
muchas ganas de entender qué le sucedió realmente.
Investigué
durante años, y por cada pregunta respondida se abrían otras nuevas. Cuanto más
sólidamente se sustentaba el relato, más hondo se hacía el misterio que lo
envolvía.
Voy a
exponer sucintamente el resultado de mis averiguaciones.
Empecé
por la historia. En los siglos XII y XIII estaban formándose los reinos
cristianos al norte de la península, pues casi toda ella era musulmana. Fue un
tiempo de guerras y violencia donde ningún reino podía garantizar seguridad
alguna a sus habitantes.
Seguí
con el clima. En aquellos tiempos el clima era mucho más duro que el actual.
Inviernos largos con grandes nevadas. Veranos cortos y frescos. Algo de caza,
la agricultura muy pobre y una ganadería mínima, eran la base del sustento de
las gentes. Y eso dependía enteramente del clima.
También
descubrí que dadas estas condiciones de vida, las hambrunas y las enfermedades
eran frecuentes, y estas últimas pronto se convertían en epidemias que
diezmaban poblaciones enteras.
Con
todos estos datos, es verosímil pensar que alguien buscara un mundo más
habitable, más seguro; un mundo donde se
pudiera vivir de un modo menos azaroso. Y quién sabe si, huyendo de alguna
razia, de alguna enfermedad, de algún invierno especialmente cruel, encontraron
la entrada a aquel mundo subterráneo. Y allí se quedaron.
El
Coll de Toro. Recuerdo que Marsial dijo a los suyos que mi hermano habría
entrado por el Col Goturum, el coll de Toro. Lo conocía. Quizá fue esa antaño
su puerta de entrada, y seguía siendo su única comunicación con el mundo
exterior. Quizá.
Y este
dato también es verosímil, porque por aquella zona hay numerosas grutas.
Actualmente sabemos que el macizo granítico de La Maladeta se elevó en el
plegamiento alpino, rompiendo una corteza caliza más antigua. En la zona de
fractura entre el granito y la caliza, quedaron grandes cavidades subterráneas
y profundas grietas por donde salía a la superficie el calor interno de la
tierra. Ahí están los Baños de Benasque, o el Forau de Aigualluts, para
ratificar todo esto.
Eso explicaba
el calor de aquellas cavernas, el agua que corría por sus arroyos, la gran
cascada, el lago termal… Pero, ¿y la luz?
¿De dónde salía esa luz verdosa que irradiaba la roca y que les
iluminaba?
También
investigué esto. Y descubrí que, en casi todas las cavidades subterráneas hay
radioactividad, y esa radioactividad podía, en determinadas condiciones,
producir luz. ¡Su luz era radioactiva! Y eso explicaba también la casi ausencia
de pelo de aquella gente, las cataratas, su piel frágil y suave, nunca
castigada por el sol. Y ese cuello abultado que tenían era bocio, provocado por
la falta de yodo y otras carencias de vitaminas y minerales. Pero ¿cómo se
habían adaptado a aquello sin morir?
Todo
el relato de mi hermano era verosímil, mas aquella verosimilitud lo hacía más
misterioso todavía. Todo encajaba, pero descubrir aquello no respondía a la
gran pregunta. ¿Había sido real todo lo que me contó, o fue un sueño, un
delirio, consecuencia de un accidente que nunca nos desveló?
Voy a
ir acabando añadiendo un dato más. Si recordáis el capítulo primero, mi hermano
me contó la historia pidiéndome que quedara entre nosotros. Para publicarla le
he pedido permiso, y me lo dio con la condición de que cambiara el final. Y así
lo he hecho. A él no lo rescató la Guardia Civil…
Yo sí
sé que pasó, pero no puedo, no debo decirlo. Porque si realmente, allá, bajo el
hielo del glaciar, en las entrañas de la tierra, hay un pueblo que ha
encontrado la vida y la paz, debo respetarlo. Y si todo fue un sueño, fue un
sueño muy inquietante, porque he de decir, y esto sí me ha sucedido a mí, y
tengo testigos, en el Coll de Toro he salvado la vida milagrosamente dos veces.
Y, en ambas ocasiones, perdido en la
niebla.
Una,
bajando hacia la Artiga de Lin. Lo cuenta mi hermano en su historia. Un hombre,
aparecido misteriosamente en el momento más crítico, nos salvó de despeñarnos*.
La otra, bajando del Mall de la Artiga**, alcanzamos, sin ver nada, el único
punto posible por donde franquear una imponente muralla que nos separaba del collado,
una estrecha chimenea. ¿Casualidad? En
una pared de casi un kilómetro, un único
paso. Y a él llegamos. No vimos a nadie, pero algo nos llevó, de entre mil
caminos posibles, al único que nos podía salvar. Y he de añadir que muchos años
después, un día espléndido de sol, y con muchos años más de experiencia, no
logré encontrarlo.
Por
todo esto, sea lo que sea lo que le sucedió a mi hermano allá en el glaciar,
pertenece a esa región de nuestras vidas en que algo desafía nuestro
conocimiento, rompe nuestras seguridades, y nos abre las puertas al misterio.
Y así
debe seguir.
*Esta historia está en el blog. Si quieres conocerla, pulsa en el buscador, El hombre de los caracoles. Ya hago referencia a ella en el capítulo 4.
**Esta otra historia está publicada el 31 de marzo de 2020. Si quieres encontrarla pulsa en el buscador Sucedió en el Mall de ´Artiga.
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