Me
dijo que se llamaba Masial y que por ser el más viejo era obedecido por la
comunidad. Aunque le pregunté la edad no me entendió. Era difícil calcular los
años que pudiera tener. Estaba casi calvo, pero su piel no tenía ninguna arruga.
Era una piel muy clara y ligeramente rosada, de apariencia muy fina. No tenía
dientes, o mejor dicho, tenía unos restos de dientes carcomidos por la caries.
El cuello lo tenía muy abultado.
Iba
vestido con una especie de poncho que le llegaba hasta la rodilla y llevaba los
pies descalzos. Todos los que vi, hombres o mujeres, llevaban este vestido, que
en el caso de los varones era algo más oscuro y con una apariencia más tosca
que el de las mujeres y niños.
Su
gran interés parecía ser averiguar cómo yo había llegado hasta allí, y aunque
yo le expliqué mi caída en la grieta, no pareció entenderme; y me preguntaba
una y otra vez. Pero no me sentí amenazado en aquel extraño interrogatorio. Más
bien parecía ser él, el que tuviera miedo a mi presencia allí.
A
medida que mis ojos se acostumbraban a la luz de aquel lugar, me iba dando cuenta
de más detalles. Estaba en una sala muy grande, casi como un campo de fútbol.
Las paredes eran de granito y todas irradiaban fosforescencia. El suelo,
suavemente caliente, estaba cubierto de una mezcla de tierra y algo que parecía
serrín. Desde esa sala partían pasillos que posiblemente conducían a otras dependencias.
Caí en
la cuenta entonces de que había perdido la noción del tiempo. ¿Qué hora sería?
Además de que no lleva reloj no podía orientarme con nada. No había allí día y
noche. ¿Cuándo dormía aquella gente?
Me
estaba haciendo esa pregunta cuando oí una campana. Una campana con un tañido
metálico que reverberó en aquellas bóvedas durante un buen rato. Marsial me
tomó de la mano y me llevo a una pequeña sala en la que había algo parecido a
una manta ligera. Con gestos me indicó que era para dormir. Cerca de mí se
quedaron dos hombres para custodiarme. Estaba cansado pero no podía conciliar
el sueño. Mi mente era un torbellino. ¿Era esto una pesadilla? Ahora, mientras
te cuento todo esto, te aseguro que fue real. Dormí poco y mal, a ratos. Estaba
incómodo por el dolor del hombro, pero sobre todo, no podía dormirme pensando
en quién era aquella gente, cómo había llegado a aquel lugar, dónde estaba
situado, desde cuándo estaban allí, cómo sobrevivían sin ver nunca el sol, qué
comían, de dónde lo sacaban…
De
nuevo, la campana me sacó de aquella extraña duermevela. No sé el tiempo que pasé “durmiendo”,
pero me pareció poco. Al momento, llegó Marsial. Llevaba en sus manos una
vasija con una sopa dulce y caliente. No puedo decirte lo que era, pero tenía
hambre y me la tomé. Su consistencia era la de una crema de champiñones, pero
muy dulce.
Cuando
terminé, cogió la vasija y se la dio a uno de los guardianes que había estado
vigilándome mientras dormía. Con un gesto me dijo que le siguiera. A los pocos
pasos, se volvió hacia mí y me dijo que íbamos a la “illesia”. Entendí que cada
día empezaba con una oración para dar gracias a “Dieu” por haber salvado a su
pueblo. ¿Qué era para ellos un nuevo día? ¿De qué les había salvado ese Dios al
que oraban?
Y
llegamos a lo que llamaban “illesia”. En el alto techo de la sala había una
gran campana. Y bajo ella, sobre una roca, la talla de madera de un Cristo crucificado.
Era una escultura en madera policromada, de estilo románico, uno de cuyos
brazos estaba, en parte, quemado. Marsial me hizo sentar cerca de la cruz,
junto a él.
Grupos
de hombres se sentaban en círculos alrededor, y las mujeres y niños, en un
extremo de la sala, permanecían también sentados en el suelo, ellas con la
cabeza cubierta por un velo y sin levantar los ojos del suelo.
De
algún lugar apareció un hombre vestido con un alba y una casulla descolorida.
Vino hacia mí y se me plantó delante. Marsial me indicó que me levantara. Así
lo hice, y él me miró. Me dio la sensación de que me traspasaba con su mirada,
llegando a rincones de mi ser a los que yo no había llegado nunca. Sonrió
levemente, me puso la mano en el hombro dolorido y se dirigió a la cruz. Me
senté de nuevo en ese suelo tibio.
Continuará.
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