Debí
dormir a pierna suelta no sé cuánto tiempo. El tiempo, en esta historia es para
mí un misterio, como tantas otras cosas… Lo que sí sé es cómo fue mi despertar.
Me
pareció oír voces que llegaban desde muy lejos. Sentí manos que me tocaban,
como si me acariciaran la cara. Intentaba abrir los ojos, pero no podía, pues
estaba instalado en una agradabilísima sensación de bienestar de la que no me
apetecía salir. Pero una luz a lo lejos me invitaba a abrirlos. La luz se
acercaba a mí, o yo a ella, no sé. Y cada vez era más intensa. Me parecía
flotar, o volar…
La
verdad es que pensé que había muerto. Por un momento me acordé de esas
historias que cuenta la gente que ha estado en las fronteras de la muerte y ha
regresado. Esa luz al final del túnel de la que hablan, esa sensación de paz… ¡Era
lo que me estaba pasando a mí!
Intenté
abrir los ojos, pero esa luz ya me envolvía por todas partes, y me deslumbró.
Escuche entonces a alguien que me decía ¿estás bien muchacho? ¿Me oyes? ¿Te
encuentras bien? Intenté moverme pero no pude, estaba como atado. Dije, sí, sí
estoy bien, aún con los ojos cerrados. Entonces los abrí un poco y entendí todo.
¡Era un rescate! ¡La Guardia Civil de me estaba rescatando!
En
unos segundos, de un modo prodigioso, capté todo lo que estaba sucediendo. Estaba,
sobre el glaciar, atado a una camilla, en la que me habían subido desde el
fondo de la grieta. A mi alrededor había un pequeño grupo de guardias civiles con todo el equipo
de montaña, cuerdas, clavijas, mosquetones… Sonreían y hablaban entre ellos mirándome.
Junto
a mí, agachado, estaba un médico, imaginé, tomándome la temperatura, la
tensión, reconociendo todo mi cuerpo, y diciendo entre dientes, ¡no puede ser,
no puede ser! Estás ileso. Estás ileso. Ni rasguños. Ni rastro de hipotermia.
No puede ser, ¿te encuentras bien?
Yo, ya
situado, le decía que sí, que estaba bien, muy bien. Le pedí que me desataran
de la camilla y así lo hicieron. Me incorporé, miré a mi alrededor, y me
levante sin ningún problema; solo me sentía un poco mareado, como si hubiese
bebido más de la cuenta. Los otros guardias se me acercaron y me miraron con
alegría, y sorpresa rayana con el estupor.
Entonces
me di cuenta de que se estaba poniendo el sol. La cima del Aneto, altiva, se
elevaba, entre nubes rosadas, sobre el glaciar que parecía resistirse a la noche. Frente a mí, un sinfín de montañas emergía sobre un mar de nubes rosa
y malva.
Ya viene,
dijeron, y escuché el sonido inconfundible del helicóptero que se acercaba desde
Aigualluts. Te bajaremos al pueblo y te haremos un reconocimiento completo.
Luego ya veremos. ¿Avisamos a alguien?
Les
dije que no hacía falta. Que estaba bien, y que mi familia vendría… ¿Cuándo?
Caí en la cuenta de que no sabía en qué día estaba. Hoy es jueves, me dijeron.
Caíste esta mañana. Nos avisó un montañero que te vio desaparecer en la grieta
desde la Maladeta.
En el
helicóptero fuimos, aparte del piloto, el médico, otro guardia civil, y yo. El
resto regresaron andando. Y mientras sobrevolábamos el valle, el guardia, que
parecía ser el que me encontró, me dijo, nos ha costado encontrarte; era una
grieta muy honda, y compleja; te dábamos por muerto. Pero estás bien, estás
bien. Y has estado todo el día ahí adentro. Y miraba al médico que asentía perplejo.
Siguió
diciendo, cuando te he encontrado me ha sorprendido el semblante de
tranquilidad y bienestar que tenías. He pensado que no habías sufrido. Incluso
tu posición, allá abajo, era, era como si estuvieras echándote una siesta. ¡Increíble!
¡Increíble!
Y
entonces vino la pregunta, ¿Te acuerdas de algo, de algo que pasara allá abajo?
Le miré y, sin esperármelo, me eché a llorar como un niño. Estábamos llegando a
Benasque. ¡Ánimo, hombre! Estás bien, estás vivo.
En una
ambulancia que nos esperaba en el helipuerto me llevaron al consultorio. Allí
me hicieron más pruebas, un reconocimiento completo. Ileso. Todo estaba en su
sitio. Como si acabara de salir de un largo periodo de reposo en un balneario.
A la
vista de los resultados me dieron el alta aconsejándome, ya era tarde, que
cenara bien, tenía hambre, y me quedara en el pueblo esa noche.
Así lo
hice. Cené bien a gusto en la fonda Barrabés, y me quedé allí a dormir. Al día
siguiente volvíais vosotros, y habíamos quedado en la Renclusa, pero os esperé
en el pueblo ¿te acuerdas? Y juntos, a
dedo, subimos a La Besurta, donde acampamos esa noche.
Al día
siguiente, os fuisteis al Aneto. Yo no quise ir, te dije que tenía ganas de
descansar. Necesitaba tiempo, tiempo para asimilar, entender, aceptar todo lo
que había vivido, o había soñado…
Aún
hoy, sigo necesitando más tiempo. Y por larga que sea mi vida, no acabaré de
entender qué pasó allá en el glaciar.
Continuará.
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