Al
llegar a ella sacó de algún sitio un libro de grandes dimensiones. Lo abrió y
sin más preámbulos empezó a leerlo. Era latín, eso sí era latín. De vez en
cuando dejaba de leer y parecía que oraba, mientras todos los presentes le
acompañaban, también en latín. Luego siguieron otros ritos, y cánticos que
parecían venir de muy atrás en el tiempo.
Estaba
asombrado, y absorto en aquella ceremonia, mientras mi cabeza, a la vez, seguía
dándole vueltas a qué era aquello, dónde estaba, qué me pasaría…
Hubo
entonces un profundo silencio. Un largo y profundo silencio que aproveché para
pensar, en un desesperado intento por entender algo. Aquella talla románica, el
libro, el latín, la lengua que entre ellos utilizaban… Sabía que los siglos XII
y XIII habían sido terribles para los pobladores de aquellos valles. Un clima
duro, guerras, invasiones, epidemias, habían castigado sin piedad a aquellas
gentes. Quizá, huyendo de todo aquello, se refugiaron en aquel mundo subterráneo,
y allí se quedaron… Pero, ¿cómo? ¿Cómo lo habían conseguido? ¿Cuántos eran?
Acabó
la celebración con otro canto cuyas notas me resultaban lejanamente conocidas,
pero nunca pude repetirlo. Lo tengo en lo hondo de mi mente, mas soy incapaz
de sacarlo de allí.
Entonces
Marsial se levantó y me indicó que le siguiera. Estuvimos un buen rato andando por un
laberinto de estancias y corredores. Al fin llegamos a una sala pequeña y
confortable y nos sentamos en el suelo, siempre se sentaban en el suelo. Y para
mi sorpresa me preguntó por pueblos del valle; Benás, Grist, Seira, Sarllé…
Sabía que habían existido y quería saber si seguían existiendo. Le alegró saber
que sí, que ahí estaban, arriba, al sol.
Después
de un rato de lenta y a veces difícil charla, en la que ambos hacíamos esfuerzos
por entendernos, reanudamos el paseo. Vi arroyos de agua limpísima, una
gigantesca cascada que se perdía en una sima, cuyo sonido atronaba en la sala
donde estaba, pero que era grato en cuanto salías de ella. Olí a comida.
Escuche conversaciones que no entendía. Hasta me pareció vislumbrar huertos en
los que las plantas no eran verdes. En un momento del paseo, pasamos por un lago
de agua caliente donde un buen número de niños se bañaba, jugaba, reía y
gritaba, como cualquier niño; pero sus movimientos eran lentos, un poco
torpes.
¡Qué
extraño paraíso! Nos sentamos contemplando el juego de los niños. Parecía que le
contagiaban su alegría a Marsial, que sonreía en silencio. Al rato, un hombre
me acercó una vasija y me hizo un gesto para que bebiera. Yo miré a Marsial y
asintió con la cabeza. Fui a beber, y al acercármela a la boca me di cuenta, sorprendido, de que no me dolía
el hombro.
Tenía aquel
brebaje un sabor parecido a un licor de hierbas. Al momento me entró un sopor
muy agradable y me recosté. Sentía que entraba en un profundo sueño.
Continuará.
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