Ayer
ardieron algunas fallas a medio plantar, en Valencia; entre ellas la del ayuntamiento, que salvó
del fuego esa cara triste que ya todos conocemos, a la que le han puesto una
mascarilla.
Era ya
de noche. Llovía sobre la ciudad vacía y silenciosa. Sólo policías, bomberos, algún periodista contemplaban el espectáculo, y quizá algún vecino desde su casa. ¡Qué triste,
pero qué triste!
Estoy
convencido de que estos días que estamos viviendo van a cambiar muchas cosas en
nuestra vida, en nuestro mundo, porque nos están cambiando por dentro quizá de
un modo mucho más hondo de lo que ahora alcancemos a imaginar.
Ya nada
será igual, porque muchos habremos aprendido a valorar lo cotidiano que ahora
nos está vedado. Salir a pasear, ir al super, tomarse una cerveza en el bar, ir
el fin de semana de excursión, encontrarse el lunes con los compañeros en el
trabajo, y hasta el atasco para volver a casa.
Ya nada
será igual porque reencontraremos el gozo, quizá no valorado cuando era posible,
del beso, del apretón de manos, del abrazo al amigo; la alegría de la conversación íntima, de la
cena en el restaurante con larga sobremesa, de la fiesta por sencilla que sea.
Ya nada
será igual porque, aunque aún hay quien no lo ve, nos habremos dado cuenta de
que es mucho más lo que une que lo que nos separa; mucho más poderoso lo que,
después de todo, nos hace iguales ante la vida y ante la muerte. ¡Qué clara se
ve ahora la futilidad de nuestras fronteras!
Ya nada
será igual porque la crisis económica salvaje que nos espera, va a exigir
grandes y difíciles decisiones, muchos sacrificios y sobre todo un estallido de
solidaridad internacional sin el cual el virus nos habrá vencido, aunque ya no
haya contagios y exista una vacuna.
Ya nada
será igual porque, quien más y quien menos, se habrá hecho consciente de
nuestra vulnerabilidad como especie y de la fragilidad de nuestro modo de vida,
de nuestro mundo. Vulnerabilidad y fragilidad en la que nadie pensaba hace tan
solo unos días.
Sí, ya nada será igual. Y ojalá sea mejor. En nuestras manos está. De ninguna crisis
se sale igual que se ha entrado en ella; ya lo he dicho esto en el blog otras
veces. Y cuanto más honda sea, más diferencia habrá entre cómo entramos y cómo
salimos de ella. Y esta es muy, muy honda. La falla ardiendo en la plaza vacía,
en silencio, bajo la lluvia, es un símbolo sobrecogedor del oscuro momento
histórico que nos ha tocado vivir.
Pero
del que hemos de salir. Entre todos hemos de salir. La primavera está a la
vuelta de la esquina, y después de estas
lluvias será una explosión de luz, de color, de vida. Y eso es una realidad y
también es un símbolo, un símbolo que
nos señala el futuro y nos habla de esperanza.
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